Esta pregunta, que me ha estado rondando la cabeza durante los pasados días, proviene de una de estas casualidades que surgen cuando llegas a enlazar varias noticias, entre ellas la del coste de mantener limpio el Océano Pacífico. Desde este estado de preocupación aparentemente economicista me surge la duda de que pueda ser cuantificable el hecho de poder valorar el mantener vivo este Planeta. Aunque buceando y mirando en diversos sitios ha existido, en varias ocasiones, el intento de valorarlo, incluido el Banco Mundial. Por favor, léanse también, si pueden, estas páginas de la Universidad de Comillas. El año pasado el Reino Unido hizo el ejercicio de valorar su medio ambiente a través del informe Evaluación Nacional del Ecosistema cuantificando todo aquello que pudiera ser objeto de ponerle precio, bosques, lagos, insectos…
Y desde este jardín en el que me he metido, no daré la respuesta, sino podría plantear más dudas… Aunque también debo concluir, antes de terminar esta columna, que la pregunta puede ser hasta ingenua.
Para el Banco Mundial los recursos naturales se deben cuantificar como “capital intangible”, como el valor del conocimiento o las habilidades de la población; también concluye que cuantos menos recursos naturales tenga un país -o más rápido los “queme”- más cerca estará de la pobreza. De perogrullo, claro, pero no muy alejado de otras conclusiones más espirituales…
Dependiendo de quién realice la pregunta y quién la conteste puede variar el resultado de la respuesta. ¿Desde qué modelo queremos que la Naturaleza siga viva? Para el actual ministro de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente, Miguel Arias Cañete, se valora desde lo que nos pueda dar a nosotros, devoradores de recursos, de una “manera eficiente”, según le oímos decir hace bien poco.
Podemos decir desde estas rápidas pinceladas que la mayoría de las formas de evaluación del medio ambiente se dedican a asignar un valor a la Naturaleza, el coste ambiental de su explotación y poner un precio a la contaminación, al daño que se le produce. Otros ejercicios, más interesados, son los de adjudicar un precio a los recursos naturales… para su explotación.
Desde un planteamiento más simple y teniendo en cuenta que todo se agota y se renueva, y no a la misma velocidad, la fórmula no reside tanto en cuánto cuesta, sino en cuánta calidad de vida estamos dispuestos a renunciar en el primer mundo y qué limitaciones les planteamos a los países en vías de desarrollo para no llegar a nuestro estatus de confort. En pocas palabras, los países desarrollados deberán reducir su consumo y hacerlo más sostenible y los que aspiran a mejorar deberán rebajar sus expectativas de avance y progresar con equilibrio. En un sistema económico que se basa en el crecimiento para aparentar la prosperidad esto puede parecer hasta contradictorio.
Para ello nos hemos inventado la expresión desarrollo sostenible, dos palabras que pueden ser en si mismas contradictorias, puesto que el “desarrollo” lo tenemos vinculado más al consumo y a la producción, y “sostenible” a lo que esté destinado a proteger la Naturaleza, pero que deberán estar unidas irremediablemente.
Termino, sin pretender concluir, con los pensamientos de dos personajes antagónicos pero creo que estrechamente unidos entre sí. El primero el del economista británico Ian Bateman que, después de estudiar el tema y ser premiado por sus tesis, fue más lejos, al afirmar que el valor del medio ambiente es infinito, porque «sin el medio ambiente estaríamos todos muertos”. El otro es el del muy mediático y seguido maestro Zen Thich Nhat Hanh que en una entrevista reciente afirma que es necesaria una revolución espiritual para hacer frente a la multitud de problemas ambientales, sentenciando que poner un valor económico a la Naturaleza no es suficiente. Apunten la frase: “el cambio es posible sólo si hay un reconocimiento de que la gente y el planeta Tierra son en última instancia, uno, son lo mismo”.
Antonio Quilis Sanz
@AntonioQuilis